Por Marlon Puertas
Gustavo Rodríguez Zambrano es un manabita como pocos. Alguien que confiesa haberse vuelto loco con tantas broncas que hay entre los seres humanos, preocupados siembre de sus egoísmos y posesiones materiales. Ahora dice que recuperó la cordura y más que eso: encontró la felicidad. Y lo hizo al haber dedicado su vida para cuidar a cada perro abandonado que encuentre en su camino. De eso han pasado 16 años y Gustavo ya tiene un santuario canino en donde vive con sus 248 hijos. Y la familia no para de crecer.
La carga animal que llevamos los humanos ha estado en nosotros más de cuatro millones de años. ¿Por qué vamos a pensar que en los últimos 150.000 años ha desaparecido? Significa que la parte animal que llevamos dentro sigue vigente.
Esa es, en resumen, la teoría que expone el inglés Desmond Morris en su ensayo “El mono desnudo”. Y este libro es uno de los que tiene en su cabecera un hombre que por su estilo de vida, inevitablemente, ha ido sumando día a día su carga animal. Lo hace a sabiendas, con propósito y consciente que este camino que ha escogido es la felicidad misma, la que todos buscan a diario y muchos no la encuentran nunca. Pues él la tiene en su casa, las 24 horas del día, los siete días de la semana, los 365 días del año. Siempre.
Gustavo dice que es feliz. Y lo es. Se nota. Lo transmite. Se siente en su casa, que no es una casa cualquiera. Y no hablamos de lo material, que en este caso no cuenta, por muy raro que parezca. Se trata de que en estos espacios vive Gustavo junto a sus 248 perros y aquí hay lugar para todos. Y para más. Porque lo seguro es que cuando esto se publique, el número de residentes haya aumentado, la familia haya crecido, porque aquí nunca se le cierra la puerta a ningún peludo de cuatro patas –los hay también de tres, porque existen unos más desafortunados que otros- que llegan – por decirlo bonito, porque la verdad es que los dejan botados- normalmente con sus ojos cabizbajos y golpeados de tanta mala vida. De tanto maltrato. De tantas malas personas que se encontraron en su camino. O de tanta indiferencia. Y de pronto, se encuentran con lo que es, sin exagerar, un verdadero santuario para perros. La primera impresión de ellos es que no lo pueden creer. Y se dirá que cómo así alguien sabe lo que los animales pueden creer o pensar. Otros reclamarán que los animales no piensan en nada. Y la respuesta es que eso también se nota. Lo dicen sus ojos.
Porque en Ecuador podrán existir muchos lugares de ensueño por su generosa naturaleza que los vuelve privilegiados. Pero sitios de fantasía, deben ser poquísimos. Y no es una palabra exagerada, porque los guiones de Disney y sus 101 dálmatas se quedan cortos. Este es un lugar para inspirar más historias así de fantásticas. Aquí se unen sin habérselo propuesto, la belleza natural de la playa y el mar con la alegría espontánea y la inocencia de los animales. Que son muchos, muchísimos. A todo por aquí hay que multiplicarlo por números grandes. El resultado es un ambiente exclusivo al que hay que llegar preguntando por él, porque no es que está al paso, a primera vista y así nomás aparece. Hay que buscarlo. El Santuario Canino de Gustavo está en la parroquia San Lorenzo, que pertenece a Manta, primera ciudad declarada animalista por ordenanza municipal en Ecuador. El lugar es tan bonito que uno empieza cuestionándose como nunca antes se estuvo aquí. Tenía que ser en Manabí.
¿Quién ha sido recibido alguna vez en su vida por casi cien perros, todos moviendo sus colas al mismo tiempo y desesperados para que de una vez los visitantes se bajen de su carro? Los hijos de Gustavo dan esa bienvenida. Y la escena que dura minutos e incluye saludos con las patas y lenguas, se vuelve inolvidable desde ese instante. Siendo fríos con la estadística, nadie está acostumbrado a recibir tanto cariño a la vez.
Los hijos de Gustavo dan esa bienvenida. Y la escena que dura minutos e incluye saludos con las patas y lenguas, se vuelve inolvidable desde ese instante. Siendo fríos con la estadística, nadie está acostumbrado a recibir tanto cariño a la vez.
-Yo soy abogado. Estudié Derecho y comencé a leer mucho sobre la política mundial y las causas de los conflictos. Entendí que la naturaleza del hombre es su ambición y ese es el origen de todos los problemas, de la violencia, de la corrupción. Intenté ejercer como abogado, lo hice durante un año, pero me di cuenta que yo no podía ser defensor de las miserias humanas. No sirvo para eso. Entonces renuncié a todo y me vine acá, en donde encontré todo lo que necesito para vivir. No me hace falta nada más.
Ni siquiera le ha hecho falta una familia, casarse, tener hijos. En este punto aclara de inmediato: ellos son mi familia. Ellos son mis hijos. Y como todo padre responsable, su preocupación diaria es tener como alimentarlos, la gran misión que enfrenta una causa de esta naturaleza. No es fácil.
-Cuesta mucho darles de comer a todos. No siempre hay las pepitas, que no son baratas y las recibo como donaciones. Cuando no hay pepitas, cocinamos en unas ollas gigantes, les hacemos sopas con huesos, arroz, lo que se pueda. Pero sí hay gente que me ayuda, de la zona, de otras partes. Aquí hay una comunidad de canadienses que siempre me apoya. Y también un poquito he recibido del exterior. Los que han venido a dejarme sus perros también colaboran, me dan comida, me regalan algo de dinero. El alcalde Agustín Intriago se ha preocupado, me manda sacos de alimento. Pero faltan muchas cosas: faltan medicinas, techos para la casa de ellos que todavía la estoy haciendo, infraestructura. Vamos poco a poco.
Ninguna ayuda está de más.
Desde hace unos meses, a Gustavo lo apoya una mujer, Consuelo, manabita que también se comprometió un día a regalar todo su tiempo a esta causa. Una voluntaria. Ella les cocina, limpia la casa, los patios, está atenta todo el tiempo a los ladridos que son voces de alerta o de pedidos. El día de esta visita, mientras cocinaba el almuerzo para Gustavo y los visitantes, sollozaba con disimulo y en voz baja. Lo que ocurría es que pocos minutos antes había muerto un miembro de esta familia, luego de padecer una enfermedad. El dolor de Consuelo era sincero: “Yo los quiero a todos. Ahora el que se fue me hace falta”. Como en todo duelo, recordar los buenos momentos con el ausente puede resultar la mejor terapia.
¿Qué pasa cuando uno de los peludos muere? Existe un cementerio en donde son enterrados. La noticia de la existencia de este lugar se corrió y ahora también llevan a enterrar allí mascotas de familias de Manta y otras zonas. Suelen dejar donaciones que vienen muy bien.
Hay perros que llegan enfermos y otros que tienen quebrantos aquí. Por eso es el turno de un tema importantísimo: falta la ayuda de los veterinarios. Ningún profesional se ha comprometido con la causa de Gustavo. Nadie dona ni un solo día de trabajo para atender a los residentes del santuario. Los que han ido, cobran. Y se entiende. Pero a veces Gustavo no tiene para pagarles y entonces requiere un auxilio profesional que sea voluntario, que se conforme con la gratitud sincera y las miradas llenas de vida de los pacientes salvados. Todavía lo está esperando, aunque sea una vez a la semana, un par de horas. Con eso, sin ser suficiente, ya serviría para salvar a muchos peludos.
-Esperemos que entiendan. Que vean que ahora ellos tienen más trabajo porque la causa animalista ha ganado fuerza e importancia. Antes no era así. Un poquito de apoyo y solidaridad de su parte no está de más.
La comida y la salud es primordial. Y el tercer factor fundamental es la convivencia. ¿Cómo consigue Gustavo que tantos perros puedan vivir juntos en armonía? No es una tarea sencilla y existen capítulos duros. “Lo importante es mantener la autoridad. Hay que ser fuerte y no doblegarse ante ellos”. Esta es una regla básica. Y el comportamiento de la manada es algo que se va aprendiendo día tras día. La atención a cada recién llegado es fundamental, porque traen guardados en sus instintos capítulos que los han vuelto más violentos, agresivos. Gustavo los entiende y los acepta con todas sus cargas. Eso incluso le ha costado ser atacado y herido, con riesgos serios. Él prefiere contarlo como los problemas propios de cualquier familia. Pero también toma sus precauciones.
-Gladiador es ahora el chico más rebelde que tenemos en el santuario. Por algo su nombre es Gladiador y lo respeto mucho. Me ha atacado y me recomendaron que lo duerma. Pero quien soy yo para decidir eso. Todos tienen derecho a vivir. Lo que hice fue separarlo, tenerlo aparte y dedicarle un tiempo para él. Luego se lo presento.
En efecto. Allí estaba Gladiador, grande y fuerte, con cara de pocos amigos, dentro de un espacio exclusivo para él, ubicado en el centro de la amplia construcción inconclusa destinada a ser la casa permanente de todos los rescatados. El castigo a Gladiador por su agresividad es estar solo. Y aunque luzca durante la visita relajado, con él nunca hay como confiarse.
Con el resto, la rutina diaria incluye levantarse a las seis de la mañana, largas caminatas por la playa, baños en el mar, adiestramiento en la casa y buenos modales para todos. Eso se nota. Los patios lucen limpios porque para sus necesidades ellos tienen su área exclusiva, que la utilizan con disciplina. El lugar tampoco huele mal y hasta se puede almorzar con la compañía de cincuenta, sesenta, setenta perros, los que lleguen, echados alrededor. No siempre hay la oportunidad de tener tan buena compañía.
Gustavo habla mucho y les habla mucho a sus hijos. También los escucha, porque la comunicación en esta familia sí existe. Eso sí, ellos tienen el último ladrido.
Y la pregunta es hasta cuándo. Para eso Gustavo no tiene respuesta. Tampoco qué pasaría sí él ya no está. No se lo ha planteado. Su preocupación diaria es estar bien y por eso se cuida, hace ejercicio y a sus 56 años se siente sano y con bastante tiempo por delante. El suficiente para dedicarlo por completo a todos los que lleguen a su Santuario.